César Vallejo: La raíz de la poesía en las «Canciones de hogar»

Todos conservamos imágenes y sensaciones de la infancia que regresan inesperadamente: el olor, una voz o la visión de la casa que nos formó. César Vallejo (1892-1938), antes de revolucionar la poesía en español, plasmó estas memorias en versos íntimos y sencillos: sus «Canciones de hogar». Estos poemas, que componen la última sección de su primer poemario, Los heraldos negros (1919), nacieron de la nostalgia que sentía el poeta andino por su natal Santiago de Chuco, un pueblo en el norte de Perú, mientras buscaba futuro en Lima. Son la expresión de la distancia y el anhelo por el núcleo familiar que se iba quedando atrás.

La vida de Vallejo estuvo marcada por la precariedad, la cárcel, la migración y la enfermedad, un camino que lo llevaría de su Perú natal hasta su muerte en París en 1938. A pesar de las dificultades, dejó una obra poética que lo sitúa como una voz esencial del siglo XX. Tras Los heraldos negros, donde ya se vislumbraba una profunda mirada existencial, vendría la obra radical Trilce (1922), que lo consagró como un innovador de la lengua, a la que le seguirían sus libros del exilio y la militancia política. No obstante, en estas obras posteriores, la crítica a menudo eclipsa la raíz de su primer acercamiento a la poesía.

En las «Canciones de hogar» no encontramos aún el lenguaje experimental que lo haría mundialmente célebre. La voz aquí es sencilla, musical y cercana a la canción popular, abordando temas universales como la figura de la madre, los hermanos y la mesa compartida. Lo cotidiano se presenta como la huella más profunda del tiempo, manifestando una mezcla palpable de ternura y ausencia. Es un regreso a la memoria familiar y doméstica sin caer en la idealización, reconociendo el hogar y la infancia como una raíz que permanece inmutable a pesar de los cambios de la vida.

Al leer estas composiciones hoy, la facilidad para reconocerse es inmediata. Vallejo escribió desde su experiencia personal, pero sus versos capturan la emoción compartida por cualquiera que haya experimentado el paso del tiempo y la distancia del lugar donde creció. Estos poemas, con su simpleza, nos recuerdan que antes de toda vanguardia existe un origen: la familia y los patios de provincia que nutrieron su espíritu. El poeta entendió tempranamente que la poesía, muchas veces, nace de la casa que ya no habitamos y de las voces que, aunque ya no estén, nunca dejamos de escuchar, activándose con tan solo un olor o una palabra.

Poemas de «Canciones del hogar»

Encajes de fiebre

Por los cuadros de santos en el muro colgados
mis pupilas arrastran un ¡ay! de anochecer;
y en un temblor de fiebre, con los brazos cruzados,
mi ser recibe vaga visita del Noser.


Una mosca llorona en los muebles cansados
yo no sé qué leyenda fatal quiere verter:
una ilusión de Orientes que fugan asaltados;
un nido azul de alondras que mueren al nacer.


En un sillón antiguo sentado está mi padre.
Como una Dolorosa, entra y sale mi madre:
Y al verlos siento un algo que no, quiere partir.

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Porque antes de la oblea que es hostia hecha de Ciencia,
está la hostia, oblea hecha de Providencia.
Y la visita nace, me ayuda a bienvivir…

Los pasos lejanos

Mi padre duerme. Su semblante augusto
figura un apacible corazón;
está ahora tan dulce…
si hay algo en él de amargo, seré yo.


Hay soledad en el hogar; se reza;
y no hay noticias de los hijos hoy.
Mi padre se despierta, ausculta
la huida a Egipto, el restañante adiós.
Está ahora tan cerca;
si hay algo en él de lejos, seré yo.


Y mi madre pasea allá en los huertos,
saboreando un sabor ya sin sabor.
Está ahora tan suave,
tan ala, tan salida, tan amor.


Hay soledad en el hogar sin bulla,
sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
y que baja y que cruje,
son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie.

A mi hermano Miguel

Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa.
Donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: «Pero, hijos…»


Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores.
Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.


Miguel, tú te escondiste
una noche de agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya
cae sombra en el alma.


Oye, hermano, no tardes
en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.

Enereida

Mi padre, apenas
en la mañana pajarina, pone
sus setentiocho años, sus setentiocho
ramos de invierno a solear.
El cementerio de Santiago, untado
en alegre año nuevo, está a la vista.
Cuántas veces sus pasos cortaron hacia él,
y tornaron de algún entierro humilde. ‘


Hoy hace mucho tiempo que mi padre no sale(
Una broma de niños se desbanda.


Otras veces le hablaba a mi madre
de impresiones urbanas, de política;
y hoy, apoyado en su bastón ilustre
que sonara mejor en los años de la Gobernación,
mi padre está desconocido, frágil,
mi padre es una víspera.
Lleva, trae, abstraído, reliquias, cosas,
recuerdos, sugerencias.
La mañana apacible le acompaña
con sus alas blancas de hermana de la caridad.


Día eterno es éste, día ingenuo, infante,
coral, oracional;
se corona el tiempo de palomas,
y el futuro se puebla
de caravanas de inmortales rosas.
Padre, aún sigue todo despertando;
es enero que canta, es tu amor
que resonando va en la Eternidad.
Aún reirás de tus pequeñuelos,
y habrá bulla triunfal en los Vacíos.


Aún será año nuevo. Habrá empanadas;
y yo tendré hambre, cuando toque a misa
en el beato campanario
el buen ciego mélico con quien
departieron mis sílabas escolares y frescas,
mi inocencia rotunda.
Y cuando la mañana llena de gracia,
desde sus senos de tiempo,
que son dos renuncias, dos avances de amor
que se tienden y ruegan infinito, eterna vida,
cante, y eche a volar Verbos plurales,
jirones de tu ser,
a la borda de sus alas blancas
de hermana de la caridad, ¡oh, padre mío!

Espergesia

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.


Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.


Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.


Hermano, escucha, escucha…
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.


Todos saben que vivo,
que mastico… Y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.


Todos saben… Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda…
Y no saben que el Misterio sintetiza…
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.


Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.